¿Confesarme con el sacerdote? No no… nada que ver, yo lo hago directamente con Dios. Además, cuando la misa comienza, decimos una oración que va: “…yo confieso ante Dios Todopoderoso” ¿No basta ya con eso?
En la celebración de la Misa, una vez que hemos sido bendecidos por el sacerdote en nombre de la Trinidad, y que hemos sido invitados a participar de su amor, se realiza el “Acto Penitencial”, en el que los asistentes pedimos a Dios que tenga piedad de nosotros y confesamos que somos pecadores. ¿Cuál es la razón de esta oración? ¿Qué necesidad hay de estar diciendo que somos pecadores?
La razón es muy sencilla: no somos perfectos. Pero ¡ah! ¡cómo nos cuesta reconocer esa fragilidad de nuestra naturaleza humana! El acto penitencial nos vuelve a recordar nuestra realidad más profunda: Hemos sido creados por amor, Dios que nos creó, nos ha bendecido en el inicio de la ceremonia, y quiere introducirnos en comunión con Él; pero siendo creados – criaturas, somos débiles, nos equivocamos en el camino hacia esa comunión.
Pero, Dios nunca nos abandona, y su justicia que es salvífica interviene misericordiosamente en nuestra vida para recordarnos quiénes somos y a dónde vamos, y nos invita a reconocerlo a Él como lo que es, y reconocer que somos criaturas amadas pero frágiles.
¡Es el gran momento de la reconciliación! ¡Es el momento de la justicia de Dios que salva!, porque, siendo justo, cuando su criatura se sale del camino que lo lleva a la felicidad, interviene para mostrárselo nuevamente.
Desde el inicio de la Misa Dios quiere estar en amistad con nosotros, quiere purificarnos para que podamos de verdad celebrar su presencia y su compañía. Esta invitación la extiende a través del sacerdote que nos dice “el Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía nos llama a la conversión”, esto es, a volver a Él. No olvidemos que por nuestro pecado nos vamos alejando de Dios, pero Él nos ama y NUNCA nos abandona.
Ante la voz del Señor que nos llama a la conversión, lo único que nos toca es confesar nuestras faltas, y lo hacemos con la oración que recitamos juntos a la que llamamos “Yo Confieso”. La Escritura nos va enseñando desde el Antiguo Testamento a reconocer que somos pecadores – amados por Dios a pesar de nuestro pecado-, pero no podemos negar esa realidad inherente a nuestra naturaleza libre: “¿Cómo te atreves a decir “no estoy manchado”, (Jr 2,23).
El principio de nuestra vuelta a una relación con Dios está en reconocer nuestra falta delante de Él, porque “si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos y purificarnos” (1ªJn 1,9). Y el Señor nos perdona, y purifica nuestro corazón de los pecados. Pero ¡atención! Las palabras que dice a continuación el sacerdote, “Dios Todopoderoso perdones nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna”, no absuelve de todos los pecados con la eficacia ex opere operato propia del sacramento de la penitencia. Tiene más bien un sentido de petición, de tal modo que, por la mediación de la Iglesia y por los actos personales de quienes asisten a la Eucaristía, perdona los pecados leves de cada día.. Por lo demás, en otros momentos de la Misa – el Gloria, el Padrenuestro, el No soy digno – se suplica también, y se obtiene, el perdón de Dios, aunque como decimos, el perdón de los pecados graves, también llamados mortales, se reserva al sacramento de la penitencia. (Cfr. CIC 960).
Entonces, este momento como que exige dejar un espacio de silencio para que pensemos delante de Dios en aquello que nos ha alejado de él, y queramos pedirle que lo borre por su fidelidad y por su misericordia. La Biblia nos da directrices sencillas para hacer esta oración en el interior, por ejemplo el Salmo 51, 3-5, “por tu inmensa compasión borra mis culpas, lava del todo mi delito, limpia mi pecado, pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado”.
El Papa Francisco decía en su catequesis que “es necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es ahí que Dios nos encuentra, nos habla”, y donde puede darnos su perdón. ¡Hermosa oportunidad que nos ofrece la celebración litúrgica para estar en paz con Dios y recibir con un corazón purificado, toda la lluvia de bendiciones que querrá darnos a través del alimento de su Palabra y de su Eucaristía!
No te olvides de la parábola del fariseo y del publicano… ¿recuerdas cuál de los dos regresó a su casa perdonado después de orar en el Templo? Si no lo recuerdas es una buena oportunidad para leer y meditar Lc 18.
El publicano, considerado impuro por relacionarse con los romanos, era despreciado por los judíos. Pero era humilde en su oración, su corazón fue transparente delante de Dios, buscó un momento dentro de sí y se vio como es: pecador, pero pecador amado, por eso se atrevió a decirle “ten piedad de mí, porque soy un pecador”. Y quedó perdonado.
El acto penitencial es un momento privilegiado para que practiquemos la humildad; a lo largo de la Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, florecen relatos sobre la predilección de Dios por los “humildes de la tierra”, aquellos que sin ser perfectos, se reconocen necesitados de Dios.
¡Te invito a aprovechar este momento de la liturgia la próxima vez que asistas a Misa!, a entrar dentro de tu corazón un momento, en actitud de humildad para poder experimentar que Dios quiere tener misericordia para colmar tu vacío y llenarte de paz, porque “delante de un corazón humilde, Dios abre su corazón totalmente” (Francisco, junio 2016).